domingo, 15 de febrero de 2015

El caballero andante. Y tanto

El 2015 sigue siendo el año de las revelaciones y en esa línea, aquí viene una confesión. Me cuesta reconocerlo pero allá va ¿Os acordáis que hace unos meses os dije que mi tercer marido (o así) me decía mucho aquello de "Hace frío Josefina pero pronto llegaremos a Moscú"?

Pues, os va a sorprender pero esa entrada... contenía una mentira. Bueno dos.

La primera: nunca me llamó Josefina, me llamaba (allá va) Marijose. Que parece lo mismo, pero me vais a decir que queda igual de bien decir "Hace frío Marijose, pero pronto ..."

La segunda: no fue mi tercer marido, ni el cuarto. Fue el .... bueno, que no me acuerdo de qué número de marido hacía, es que ... he tenido tantos a lo largo de la Historia que no sabría deciros.

Me da vergüenza reconocer que no tengo ni idea. Aunque siendo sinceros a día de hoy tengo otros temas en la cabeza que me inquietan más, la verdad. Pero mira, he pensado una cosa, yo os voy contando mis vidas, en unas he estado casada y en otras no, y me ayudáis a contarlos ¿Queréis ayudarme?


España. Edad Media.

Corría el año de gracia de nuestro señor de mil doscientos... bueno, bueno, tampoco vamos a entrar en detalles que una señorita nunca habla de su verdadera edad.

Entonces vivía en uno de los muchos castillos que aún existían en el reino de ... mejor no dar datos concretos. Era yo de noble cuna, y mi casamiento fue acordado con otra noble familia, llenando de gozo a mi augusta familia, y a mí misma que pensé que así dejaría de bordar en mis aposentos esperando al caballero que me desposase.

Mis nupcias fueron celebradas por todo lo alto en el castillo que comimos capón, cerdo, cordero y aves variadas. En definitiva, que esquilmamos la fauna de media Castilla. Incluso a los siervos se les dejó participar de tamaño evento repartiendo un par de pollos entre los doscientos y trescientos vecinos de las aldeas de la zona. Estuvieron celebrándolo durante horas, aún lo recuerdo.

Después del banquete, se tocó y bailó alegremente. Por cierto que no os fiéis de las películas de época y los historiadores, aunque a veces sonaban cosas aburridas, también sabíamos divertirnos y cuando era un momento alegre, lo celebrábamos con música de lo más marchosa. En concreto recuerdo perfectamente cómo, ya algo mareada por el vino, me remangué las sayas un poco más de la cuenta mientras todos bailábamos una música sorprendentemente parecida a la de la taberna de la Guerra de las Galaxias.

Sin embargo, poco después de aquella fecha feliz, mi reciente esposo me comunicó que en breve debía partir para hacer frente al moro, que se ve que se había vuelto a poner muy levantisco. "Esperadme", fue lo último que dijo, y allá que se fue con su armadura, su caballo, su escudero, y unos veinte tipos más que aún se estaban reponiendo de la resaca de la mi banquete nupcial.

Yo me quedé esperando pues, esperando a mi caballero andante, día tras día, cosiendo acompañada de mis dueñas. Y sí, era tan divertido como parece.

Aunque me conformaba pensando que por lo menos eso me daba tiempo para acostumbrarme a decir sin reírme, ni poner caras raras "Te amo mucho, Bermudo mío", que no es tan fácil como parece.

Y venga a esperar y venga a esperar, y venga a mirar por las almenas y venga a mirar, y venga a decir a mis damas.
- ¿Es él?
- No, señora, es un árbol.
- Ah, me había parecido un caballo con su brioso jinete cabalgando hacia a mí.
- Sí, es igualito, yo había pensado lo mismo.

Al final resultó que sí que había ido al encuentro del infiel, bueno, para infiel él, que se había ido con una tal Zoraida a la que conoció en las lejanas tierras de Cuzcurita del Río Tirón, tres pueblos más abajo del mío, de donde jamás había pasado.

¡Que hasta me los encontré en un mercadillo un domingo! Ya sabéis, en un mercadillo medieval, que no sabéis qué mal lo pasábamos en aquella época cuando queríamos comprar algo diferente a pendientes y tu nombre grabado en un grano de arroz.

Por eso en la Edad Media no había de nada.

Y allí estaban los dos, rodeados de unos niños que sin dudas eran hijos de mi Bermudo, porque eran feíiiiisimos.

Volví a mis posesiones tan furibunda que sin dudarlo, di esquinazo a mi séquito y entré, ciega de ira, en en los establos, decidida a que me hiciera suya (siempre me he hecho un lío con esta expresión, la verdad) el más bajo vasallo que me encontrara.

Idea esta de la que desistí a los treinta segundos, momento en el que salí corriendo del establo, porque ¿os hacéis una idea de cómo olía un palafrenero del siglo XIII?


De aquella vida me quedó la obsesión de andar buscando castillos por España, y lo poco que me gusta que me hagan esperar. Eso y cierta antipatía por los que se apellidan Bermúdez, que ya sé que no me han hecho nada, pero es que de vez en cuando, aún veo alguno que ha salido igualito-igualito que su tatarabuelo.